VIAJE A LA CAPITAL
El día que viajé a la
capital me sentí muy extraño, estaba intranquilo y muy preocupado, porque
después de estar viviendo treinta años en la costa, era la primera vez que viajaba a
hacia esa ciudad, de la que se decía,
era inmensa, fría y gris.
La noche anterior al viaje,
estuve pensando a cada instante en la imagen de la gran ciudad, por la noche, me
despertaba a cada hora creyendo que ya era tiempo de partir, primero me
desperté a la una, luego a las dos y después a las tres de la madrugada, la
noche parecía alargarse en un tiempo entumecido. Las manecillas del reloj no
giraban como de costumbre. Sentía los
tic tac del minutero más lentos, e incluso podía contar los suspiros que hacía. Deseaba
con ansias que llegara la hora de salir, pero éste pensamiento parecía congelar aún más
el tiempo.
A veces creo que el tiempo es un
juego mental, que avanza y se detiene según la necesidad de las personas, pero
lo extraño es que siempre va en nuestra contra; es decir, cuando quieres que
transcurra rápido se detiene, pero cuando necesitas que se haga lento, parece
que se le despegara la aguja al reloj.
Como el bus salía a las cinco de
la mañana, decidí no dormir más, terminé
de arreglar la maleta, me bañé e hice las necesidades del cuerpo, porque ya me
habían advertido que era mejor estar preparado para un viaje de 24 horas.
Salí de casa a las cuatro,
pensando que solo iba a demorar 30 minutos en el taxi hacia la terminal de
transporte. Todo iba bien, trataba de relajarme un poco, pero el bendito
conductor parecía no saber de las virtudes del silencio. En menos de 15 minutos
me había contado casi la mitad de su vida como chofer.
De pronto, el carro bajo la velocidad
y los postes de luz parecían inmóviles. Me acerqué al conductor y le dije:
-
Señor…¿qué pasa? voy con tiempo… ¿podría ir más
rápido?…
-
¡Erda mi vale! Qué más quisiera, pero hay
tremendo trancón, al parecer hubo un accidente, pero no se preocupe que apenas
despejen un poco, me abro paso y chancleteo este carro. Contestó con rostro despreocupado.
Miré nuevamente el Reloj.
Faltaban 15 minutos para las cinco y apenas iba a mitad de camino. En
situaciones como esas es mejor no pensar en el tiempo. En este instante, las
manecillas del reloj ya no avanzaban tan lento como en la noche, parecía que la
aguja se había despegado y el minutero giraba a la velocidad del segundero.
Empecé a sudar y el calor se hizo insoportable, entonces, decidí guardar la
chaqueta para el frío, en la maleta.
Al ver mi inquietud, el chofer,
hizo una maniobra ilegal, pasando al andén y pudo avanzar unos metros para
doblar en una cuadra siguiente, condujo en contravía unos cien metros para
evadir el trancón y salió delante del accidente. El policía de tránsito, se
quedó mirando el auto con rostro iracundo, pero no podía hacer nada, porque
estaba sólo en tremendo enredo.
Sentí nuevamente el frio de la
mañana en mis mejillas y el tiempo del reloj empezó a estabilizarse, sin
embargo, decidí no volver a mirar mi muñeca para no estresarme más.
Le pagué al conductor antes de
llegar y apenas arribé al terminal, cogí la maleta y el morral, agilicé el paso.
El reloj acababa de sonar, eran las cinco de la mañana, presenté el ticket y me
dirigí al auto bus, ya estaba a punto de partir. Le entregué las maletas al
ayudante y me subí en un santiamén.
Busqué el número de asiento
asignado y me dispuse a tranquilizarme un poco.
Pero… no había recorrido dos
horas, cuando el frío empezó a golpearme, miraba alrededor y todos ya tenían
puesto sus gruesos abrigos y chaquetas impermeables. Por más que frotaba mis
manos y las apretaba contra el cuerpo, no lograba conseguir algo de calor. La
compañera de al lado me miraba inquietamente y un tanto preocupada.
-
Señor… y su chaqueta? Me preguntó un poco tímida.
-
La dejé en el maletero, pensé que no era
necesario, pero apenas hagamos una parada la busco, sino voy a tener que buscar
una costillita caliente, porque este frío está muy verraco. Contesté mirándola
fijamente con ojos de galán empedernido. Pero ella solo sonrió un poco y se
tapó de cuerpo entero con la manta que llevaba.
Después de cuatro horas de
camino, empecé a titiritar, se me pusieron las manos pálidas y los labios
resecos, mi cuerpo parecía helarse. Me acerqué nuevamente a mi compañera de
viaje, le toqué el hombro levemente varias veces y le pregunté:
- Disculpa la molestia ¿cuánto falta para la primera parada?
Ella se asomó por la ventana,
miró su reloj y contestó: -Creo que media o una hora? Se levantó un momento y
sacó de su bolso una barra de maní. Es increíble como mi cuerpo mal
acostumbrado, comenzó a inquietarse aún
más. Ya no sólo era frío, empecé a bostezar seguidamente y mis tripas retumbaban
de un lado a otro, parecía que las lombrices tuvieran una fiesta con heavy
metal.
No podía disimular para nada y
ella no tardó en darse cuenta.
-
¿Quieres un poco? Está bien rica, te ayudará un
poco con el frío.
Entonces con mi ego de macho
cabrío, lomo plateado y barba de albañil, le dije:
- Tranquila… ya estoy
acostumbrado. Esto no es nada, además no quiero comer tanto, últimamente he
tenido problemas de estómago; de todas formas te agradezco, eres muy amable. Ahora
reconozco que quien habló fue el orgullo, porque por dentro estaba que quería
arrancarle esa barra de maní.
Cerré los ojos y decidí esperar,
a veces es mejor distraer a la razón ignorando lo que el pensamiento abre con
la realidad; Sin embargo, nuevamente el
bendito tiempo jugaba en mi contra…
De un momento a otro, sentí que el bus se detuvo. Habíamos llegado a
la primera parada, así que me dispuse a salir, pero casi me voy de bruces al
suelo, porque mis piernas se habían entumecido por el frío y las tenía
totalmente dormidas, me di dos cachetadas, golpeé mis rodillas y empecé amover
las puntas de los pies adentro y hacia a fuera, después de unos segundos, logré
levantarme y caminé con sigilo, agarrándome con mucho cuidado de las sillas
hasta que mi cuerpo se activó por completo otra vez.
Muchos corrieron a los baños y
otros se dedicaron a estirar su cuerpo, yo en cambio, me fui de una para el
restaurante. Pedí un “corrientazo” y me sirvieron una taza de caldo de
costilla, un plato de arroz con carne al bisté, tajada amarilla y frijoles
colorados. Me comí todo ligeramente porque no sabía que tiempo daban para
merendar. Luego busqué al ayudante del bus y le pedí el favor de abrir el
maletero para sacar mi chaqueta, pero el sinvergüenza me dijo de forma tajante:
-¡No! porque no era permitido abrirlo antes de llegar al destino final del
viaje. Entonces tuve que sobornarlo, diciéndole que había veinte mil razones
para solucionar el problema. Tuve que hacerlo, porque sabía que el frio era
insoportable y no podía llegar congelado a la helada capital. Mientras buscó la
chaqueta, se acabó el tiempo de estadía
en ese paradero, así que no tuve tiempo de ir al baño.
Apenas subí, empecé a
preocuparme. La mente es algo fregada y como al que no quiere caldo se le dan
dos tazas; lo primero en que pensé, fue en los benditos frijoles. Luego de dos
horas más de viaje, sentí que algo no estaba bien, la barriga se me aventó y
las vísceras rugían a cada rato, me maree un poco. La cabeza me daba vueltas y
el deseo de ir al baño a cagar ¡perdón! A defecar, fue algo imperioso, pero el
bendito bus, solo tenía un orinal y un lava manos, así que intenté desistir de
esa idea. Fui al baño y dejé escapar un peo lo más suave posible, para no
levantar sospecha, pero fue en vano, porque el aire tóxico se quedó entre los
calzones y al salir del baño empezó a salir por las botas del pantalón y por el
cuello del suéter. Me dirigí a mi
puesto, con orejas de pescado, tratando
de esquivar además las miradas acusadoras de los pasajeros cercanos al baño. Pude
notar a varios llevándose sus manos a la nariz y haciendo mala cara, como si
sus peos fueran con aroma de jazmín.
Me senté cuidadosamente y traté
de dormirme para ver si no pensaba más en las ganas de hacer del cuerpo. Me
quedé inmóvil; no quería mover ni un solo bello del cuerpo, pero el esfuerzo
fue en vano, ya que después de una hora más de viaje, nuevamente el tiempo volvía
a hacer de las suyas. Ya no avanzaba tan rápido.
Sentí un malestar general en todo
el cuerpo, empecé a sudar frio, se me puso la piel de gallina y nuevamente
estaba aventado, los gases eran insostenibles, me levantaba prácticamente a
cada minuto para ir al orinal, pero ya me daba pena con las pobres personas que
estaban en las sillas de la parte trasera del bus. Los eructos no se hicieron
esperar y el fuerte dolor de barriga era insoportable. Me meneaba de un lado
para el otro, pero no hallaba ningún componte, al fin y al cabo nuestro cuerpo
reacciona de esta forma al ambiente y a las reacciones químicas de las
sustancias que ingerimos.
La muchacha de al lado, me miraba
preocupada.
-
¿Qué tienes? Pareces una hoja de papel y tus
labios parecen de un funeral.
-
¡Muchacha!...sí que eres exagerada, fueron los
benditos frijoles, le dije disimulando un poco.
No terminé de hablar cuando se me
salió un pedo, intenté detenerlo apretando las nalgas, pero fue en vano, la
joven, quedó sorprendida, pensé que iba ponerse de mal humor, pero lo que hizo
fue soltar una fuerte carcajada.
La gente ya estaba iracunda de la
cantidad de gases tóxicos al interior de bus, así que una comitiva se dirigió
hacia la cabina y le solicitaron al chofer que parara en un lugar cercano para
que me permitiera ir al baño.
En menos de cinco minutos el
chofer arribó en una estación de gasolina, así que me bajé rápidamente y de las
ganas que tenía de hacer del cuerpo, no pensé en más nada, que sentarme en el
inodoro. Definitivamente es verdad lo que dicen los abuelos, no hay cosa más
sabrosa que cagar. ¡Perdón! Que defecar.
Apenas solté la primera tanda de
heces, sentí un alivio enorme; parecía que había vuelto a nacer nuevamente,
pero al mirar la papelera, oh sorpresa, estaba vacía y la letrina no quería
bajar, así que los muertos quedaron ahí boyados. Me quité el pantalón y la ropa
interior, cogí el bóxer y me limpié con él.
Me lavé las manos con abundante
agua, pero tuve que continuar sin calzones hasta el viaje a la capital.
Cuando ingresé al bus nuevamente,
todos estaban riéndose y uno que otro me
lanzaba ofensas, pero yo sólo sonreí y los ignoré completamente, al fin y al
cabo aguantaron buenos pedos.
Me tomé un alka seltzer y me
senté cómodamente, ahora el tiempo no me parecía importar, así que estiré las
piernas, me abrigué bien y me dispuse a relajarme y disfrutar del viaje.
-
¿Ya te sientes mejor? Me preguntó discretamente
la compañera de al lado
-
Si… claro, mucho mejor, al menos ya no van a
salir más gases, le dije sonrientemente y ella simplemente soltó otra carcajada
y empezamos a conversar amistosamente.
Ella me dijo que su nombre era Carolina y yo le dije que me
llamaba Steven. Compartimos muchas anécdotas y nos hicimos amigos de viaje, sin
embargo, como la charla estaba tan amena, el bendito tiempo se fue volando.
Por fin, habíamos llegado a la
Gran ciudad, nos bajamos del bus y cada quien siguió su rumbo, no hubo el que
gritara de lejos, ¡adiós pedorro!…
El frio del aire en la ciudad era
intenso, más frio que el del aire acondicionado del bus, así que decidí ir
rápidamente al hotel, para darme un baño con agua caliente y evitar que se me
congelaran los testículos, ya casi me sentía asexuado. Voltee para despedirme
de carolina, pero solo logré divisarla a lo lejos, ni siquiera se me dio por
pedirle su contacto, así que solo debía conformarme con el vago recuerdo de una
efímera amistad que surgió en medio de pedos al interior del bus.
De vuelta a casa, preferí viajar
en avión, es un poco más costoso, pero más placentero y el tiempo no puede
hacerte malas jugadas, porque en un pequeño soplo o en un leve abrir y cerrar
de ojos, ya estás en tu ciudad.
No obstante, también era la
primera vez que viajaba en avión, y nuevas situaciones bochornosas me pasaron
de regreso, pero esta anécdota te la contaré después.
Autor: Alfonso Aldana Machado